El arte en general, y naturalmente también la cocina, es un reflejo del estado espiritual de las personas en el tiempo. Pero existe la impresión de que el o la cocinerx modernx, individualizadx e intelectual, está exagerando a veces —quizá por haber perdido el contacto estrecho con la comunidad—, al querer destacar demasiado la parte hip de la cocina. El resultado es que las personas en el siglo XXI se sienten aplastadas por tantos algoritmos, comida procesada, globalismo sin consciencia, fusiones, por tanta lógica y utilidad dentro de la cocina moderna. Busca una salida, pero ni el esteticismo exterior comprendido como “formalismo”, ni el regionalismo orgánico, ni aquel confusionismo dogmático se han enfrentado a fondo al problema de que la gente —creadora o receptora— de nuestro tiempo aspira a algo más que a una buena comida, agradable y adecuada. Pide —o tendrá que pedir un día— de la cocina y de sus medios y materiales modernos, una elevación espiritual; simplemente dicho: una emoción, como se la dio en su tiempo la tortilla de maiz, como la esperanza que da el mole negro, o un taco afortunado, —o incluso— la ilusión del chile en nogada. Sólo recibiendo de la cocina emociones verdaderas, las personas pueden volver a considerarla como un arte.